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Claudia Peiró
Martes, 2 de abril de 2013
Malvinas: una estrategia de debilidad que incita a la codicia
A un año de denunciar la militarización de la zona por Gran Bretaña, el gobierno insiste en una estrategia de sobreactuación pacifista que no sólo facilita la política de Londres sino que choca con el rumbo de nuestro principal socio, Brasil



En febrero de 2012, Cristina Kirchner instruyó al canciller Héctor Timerman para que denunciara ante las Naciones Unidas la militarización del Atlántico Sur por parte de Gran Bretaña. Incluso se llegó a señalar la presencia de un submarino que podía ser dotado de armas nucleares.

De esa acción surgió una consigna que la Presidente repite desde entonces como un mantra: “Queremos un Atlántico Sur y una América del Sur desmilitarizados”.

La última vez que lo dijo fue casi en coincidencia con el anuncio de Dilma Rousseff de que su país había dado el primer paso para la construcción, en cooperación con Francia, de un submarino de propulsión nuclear, obviamente destinado a las aguas del Atlántico Sur, donde estará operativo a partir del año 2025. La Presidente del Brasil aclaró que no será un instrumento de guerra, sino de prevención y defensa, a la vez que subrayó el impulso tecnológico y productivo que representa este tipo de industria para la economía de su país.

Celso Amorim, quien era ministro de Relaciones Exteriores al momento de la firma del acuerdo con Francia, dijo que Brasil “entendió que no puede delegar su seguridad y que debe asumirla con los mejores equipamientos”.

Un discurso y unos argumentos que contrastan fuertemente con la estrategia local. Dejar inerme al Atlántico Sur sólo sirve a los intereses de Londres, que ya está debidamente instalado en la región y que ha venido reforzando su presencia militar en las últimas décadas en forma sostenida.

La debilidad incita a la codicia

La disuasión es un elemento esencial de toda política de Defensa. Más aún, el objetivo primordial de una política de defensa no es hacer la guerra sino evitarla, disuadiendo a potenciales enemigos de intentar cualquier agresión. A la inversa, la debilidad incita a la codicia. ¿Cómo interpretar si no el hecho de que los parlamentarios británicos le hayan regalado recientemente a la Reina Isabel un pedazo de la Antártida? Suena absurdo, pero es explicable en parte por la impotencia argentina.

De hecho, Londres, a 14.000 kilómetros de distancia de las islas Malvinas, tiene más injerencia que Buenos Aires en los asuntos del Atlántico Sur: pesca, prospección petrolera, exploración antártica. Y todo ello se funda, no en la diplomacia, sino en la fuerza.


Una cadena de bases militares –de las cuales Malvinas es un eslabón más- sustenta la presencia británica en diferentes puntos estratégicos del globo: Gibraltar, Malta, Singapur, Islas Vírgenes, Bermudas, Islas Caimán, Santa Helena, etcétera. La base de Mount Pleasant cuenta con más de 1500 efectivos y aviones de combate de última generación.

Del otro lado, Argentina no tiene ni siquiera medios para vigilar sus 5.000 kilómetros de litoral marítimo. Nuestro único rompehielos lleva 6 años en reparaciones y desistimos del proyecto de tener nosotros también un submarino de propulsión nuclear.

El Gobierno confunde la opción por la diplomacia con la indefensión del país. Una cosa es dejar claro que no se optará por la vía militar para recuperar Malvinas; otra, operar un desarme unilateral e incondicional y encima pretender imponerle al resto del continente una desmilitarización que sólo beneficia a terceros ajenos.

Demostrar seriedad en el reclamo

No se trata de lanzarnos a una carrera armamentística para la cual no tenemos los medios, pero sí de tener una mínima dotación disuasiva que demuestre que estamos verdaderamente dispuestos a cuidar lo nuestro.

Los supuestos logros de la retórica encendida actual –la solidaridad regional y el respaldo de la Asamblea de las Naciones Unidas- no son novedades; se trata de la reedición de apoyos, ciertamente muy valiosos, con los cuales la Argentina siempre contó.


Lo que falta, lo que queda por diseñar, es una estrategia que lleve a Gran Bretaña a pensar que puede convenirle más sentarse a hablar que no hacerlo. Un elemento clave es la seriedad. Es decir que, detrás del reclamo, haya una política de Estado y recursos puestos al servicio de nuestros intereses en el Atlántico Sur. Otro, es el bolsillo. Nuestra opción por la “desmilitarización”, que se traduce en indefensión, les abarata a ellos las opciones.

Hoy no estamos ni siquiera en condiciones de vigilar lo que los británicos hacen en nuestras islas y en nuestros mares. En concreto, no sólo en lo militar, sino también en materia de explotación de los recursos reales y potenciales de la región, Londres actúa a su antojo.

Gran Bretaña se ubica además como potencia protectora del Atlántico Sur, contra los intrusos y/o depredadores entre los que estamos incluidos. Un absurdo histórico y geopolítico que, de todos modos, no se resuelve con consignas. También nosotros deberíamos ampliar nuestra presencia en la Antártida y equiparnos con buques y aviones que estén en condiciones de moverse en la zona, no con fines militares, pero sí de investigación, transporte, abastecimiento, vigilancia. En suma, de disuasión.

No sólo porque, como se dijo, ésta es un elemento esencial de la defensa y nosotros no la tenemos, sino porque un esfuerzo real en el sentido de una mayor presencia y actividad en la zona haría más creíble nuestro reclamo.

Y una actitud más activa en la materia se correspondería además con lo que hace Brasil; en vez de insistir con pedidos de desmilitarización que chocan con la estrategia de nuestro aliado -aunque éste haya tenido hasta ahora la delicadeza de no decirlo-, deberíamos propender a una política de defensa común, ya que somos pares en la responsabilidad de custodiar el Atlántico Sur.


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