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Nicolás Toledo
Lunes, 13 de julio de 2015
La marcha del soldado solitario
En un fragmento de El testigo, uno de los breves cuentos que pueblan El Hacedor, el libro más personal de Borges, el ciego reflexiona y aprovecha la reflexión para preguntarnos desde la incomodidad de la meditación final: “Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos (….) ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”



La cita vale porque con Orlando Pascua muere la visión de un hombre de un tiempo y de un hecho que se van con él; Orlando fue el testigo y el partícipe imprescindible de un hecho, la Guerra de Malvinas, que a partir de su enfoque aprendimos a ver con otro significado mientras la postal del conflicto se convertía en acto fofo y discurso altisonante y oportunista.

Cuando milicos profesionales que sacan pecho para gritar la exaltación de “la gesta” (lo suficientemente fuerte para hacer olvidar que nunca estuvieron a menos de mil kilómetros de un pozo de zorro cavado en la tumba y con agua hasta las rodillas), Orlando estaba ahí para contar la otra parte: los soldados estaqueados, la tortura, la alevosa impunidad de los oficiales que en el continente eran amos y señores de vidas desde el extremo de la dictadura que sostiene el fusil, y que en las islas huían prolijamente del enemigo.

Con él se va un cronista minucioso que no sólo aplicó su memoria a recordar una guerra, la arbitrariedad colonialista que la causó y la soberbia desesperada que la hizo posible, sino que también puso su valentía para continuar la lucha hasta mucho después del último disparo. La lucha de Orlando siguió cuando el silencio y la indiferencia barrieron bajo la alfombra a los caídos, a los estaqueados, a los fusilados, a los hambreados, a los suicidados, a los olvidados que él se negó a olvidar. A partir de Malvinas, fue un hombre con una misión monumental, y en ningún momento dejó que la carga hundiera su pequeño cuerpo, que parecía inagotable.

Desde el CESCEM, desde la CTA (de los que fue uno de los fundadores), desde la Red de Compromiso Social y desde el AFSCA y la política partidaria enfrentó la vida de la única forma que sabía, involucrándose.

No entendía otro modo de existencia que el compromiso, a contracorriente de unos tiempos, estos, tan plagados de comunidades virtuales, discursos livianos y militancia de la cobardía. Sabía dejar la piel y desgarrársela para llenar su pluma de sangre y pasión.

Y fue seguramente esa misma pasión la que trascenderá el fin de su historia, la pasión que supo definir y contagiar desde todos los escenarios en los que se movió.

Algunos hombres se topan con su destino por azar, y hacen todo lo posible para huir de él, porque el cumplimiento de una suerte lleva la mayoría de las veces penuria y destrucción. Otros, menos, lo toman y moldean la derrota para transformarla en victoria, la imposibilidad para convertirla en fuerza, el dolor y la pena para tornarlas canto de rebelión y esperanza.

Orlando jamás pudo salir de la trinchera de una tierra lejana en una guerra inimaginable para quien no la vivió, y supo tomar de ahí la fuerza para tratar de torcer lo adverso, lo injusto, lo oscuro de la hegemonía de contenido político que señala y condena con la misma facilidad con que deslumbra gracias al facilismo de la promesa estéril, de la insustancialidad brillante.

Y eso lo hizo más grande de lo que, quizás, él mismo pudo llegar a percibir.

Un hombre, un tiempo llegando juntos a su fin.

Hasta siempre, compañero.

Nicolás Toledo


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