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Por: Mila Dosso
Lunes, 25 de agosto de 2014
Femicidios: cuando nos matan por ser mujeres
Perforadas por una bala. Acuchilladas. Degolladas. Quemadas. Sucede prácticamente a diario: una mujer es asesinada por un hombre al que alguna vez amó y que acaso también sea el padre de sus hijos.

Femicidio no sólo son mujeres muertas - una barbarie que lacera dolorosamente el tejido social -, la mayoría de ellas son madres y así, en un circuito fantasmagórico, hay chicos que quedan huérfanos de un día para otro. Niños y niñas que no sólo son testigos sino también partícipes de una vida cargada de violencia que termina con una mamá enterrada y un padre preso o prófugo. Chicos marcados para siempre. Y que a veces vuelven a ser criados por el mismo que ha matado a su madre.

Son familias enteras desgarradas por vínculos perversos e irracionales. Hombres violentos que empiezan con el desgaste psicológico, siguen con las piñas y terminan con fuego, cuchillos o cualquier arma que tengan a mano.

Una ofrenda inútil que no implica que los hombres salgan indemnes. Por el contrario, han sufrido y sufren en su condición de hijos, esposos, hermanos, padres o amigos de esas víctimas; como han perdido también en su rol de agresores por las consecuencias que estos hechos tienen en sus vidas, aun cuando no sean juzgados o sentenciados por sus crímenes. Poco y nada se ha dicho sobre las diversas y terribles consecuencias del mandato que los obliga a poner en riesgo sus vidas para reafirmar su condición de tales.

Sabemos que además de ser “objeto” masivo del femicidio, el trato violento y los ataques sexuales, las mujeres son culpabilizadas por lo que les ocurre en una tragedia que es el peor y nunca nombrado holocausto cometido en la historia de la humanidad.

Es evidente que no podremos proteger la vida y la integridad de las mujeres, de los niños y niñas, sin promover cambios en una cultura de género que nos revela al machismo como una auténtica patología social.

Y también es un hecho que no podremos desafiar con éxito otros grandes problemas sociales como la pobreza, las enfermedades o la destrucción del medio ambiente, sin desarrollar una nueva conciencia en los hombres sobre esta cultura del egoísmo, la opresión y la insensibilidad.

No hacerlo, no reclamarlo activamente, es construir una inexpugnable muralla a la evolución social y un claro aguijón a la violencia femicida.

Si el gran avance del siglo pasado fue despertar la conciencia de género en las mujeres, en este siglo debiéramos emprender una labor paralela con los hombres.

Carece de sentido empujar cada vez más a las mujeres a ocupar roles representativos sin, al mismo tiempo, apurar a los hombres a un nuevo protagonismo en la vida privada, estimulando su afectividad y su inteligencia emocional como grandes cualidades masculinas frente a la creencia arraigada de que constituyen signos de debilidad.

Para ellos la alternativa parece única: o las mujeres mueren a manos de los hombres o ellos se matan entre sí, empujados a las actitudes autodestructivas y a optar por la fuerza y la violencia para probar “quién es el que la tiene más grande”.

Esta represión de la propia sensibilidad sumada a los procesos violentos de crianza y al estímulo constante de los comportamientos agresivos en la vida diaria, han convertido a millares de hombres en verdaderas bombas de tiempo que al más pequeño estímulo explotan contra los más débiles, agrediendo o matando sin la menor piedad y con absoluta conciencia de su comportamiento demencial.

El hombre violento odia profundamente la autonomía femenina, sobre todo en lo afectivo y en lo sexual, y actúa en consecuencia. Quiere matar, escarmentar o marcar, pero lo cierto es que desde el momento mismo que advierte que la mujer quiere ser dueña de sí misma empieza a tramar la venganza de la ofensa de dejar de ser su propietario.

Ante la amplificación de la palabra de la mujer el machismo responde con más crueldad y sufrimiento, consciente de lo que va a lograr.

Si los hombres comprendieran el impacto infortunado del mandato machista en sus vidas no sólo podríamos prevenir, disminuir y erradicar la violencia, sino también construir sociedades más justas.





Al menos una mujer fue asesinada cada 30 horas en la Argentina en los primeros diez meses del año, lo que significa que hubo 237 víctimas. El número refleja la violencia de género que aún reina en la sociedad y que alcanza a todos los niveles sociales, aunque algunos sectores se ven más vulnerables y desprotegidos que otros.

Aún más grave es que ese número refleja un incremento de esa violencia en un 10 % contra el mismo lapso de 2010, según lo advirtió un informe del Observatorio de Femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano”, de la ONG Casa del Encuentro.

El estudio hace reflexionar no solo sobre esos crímenes, cometidos en su mayoría por las parejas de las víctimas, sino que ese espiral de locura y muerte tiene otra cara. Son las víctimas colaterales de esa tragedia: al menos 283 chicos o adultos que se quedaron sin sus madres.

No hay cifras oficiales de las muertes que se lleva la violencia machista, solo la de ese Observatorio que lleva el nombre de una de las tantas víctimas.

En el Chaco, la frecuencia con la que se registraron femicidios en 2014 es mayor que la registrada en 2012. Ese año murió una mujer asesinada cada 28 días.

Por el momento, la frecuencia es mayor incluso que la del año pasado, el de mayor cantidad de casos de la historia del Chaco: una mujer cada 21 días, aproximadamente


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