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Enviado por el Padre D. Benítez
Sábado, 2 de agosto de 2014
Compasión... Basta de hambre!
Hoy les acerco una reflexion de mi amigo Enrique Martinez Lozano s.j. sobre el evangelio que leemos en misa este domingo, llamado de "la multiplicación de los panes"...
El llamado relato de la “multiplicación de los panes” aparece en los cuatro evangelios... lo cual es indicio de que debió ocurrir algo histórico que produjo hondo impacto en aquellas primeras comunidades.
En cuanto a lo sucedido, carecemos de datos que avalaran una u otra hipótesis. Tal vez, la presencia carismática de Jesús movilizaba a la gente a compartir todo lo que tenían y, justamente en ese mismo compartir, era donde acaecía el “milagro”, poniendo además de relieve algo evidente: cuando somos capaces de compartir, alcanza para todos…, y sobra.
Esto es válido para pequeños grupos, pero lo es igualmente para toda la humanidad. Estudios rigurosos nos recuerdan que en el planeta hay recursos más que suficientes para erradicar definitivamente la lacra del hambre. Lo que falta es voluntad política y, en último término, conciencia solidaria.
Por lo que se refiere a nuestro relato, si bien es cierto que aparece en los cuatro evangelistas, la intención es diferente: Juan pone la narración al servicio de la auto-revelación de Jesús, para mostrar a este como el “pan de vida”, es decir, la palabra que alimenta.
En los sinópticos, sin embargo, el relato pone de relieve la compasión de Jesús. Y este sería probablemente su sentido original.
El término “compasión” ha sido con frecuencia mal interpretado, en clave de lástima, como un movimiento superficial y pasajero que denotaba, además, una cierta superioridad o, al menos, paternalismo. Bajo este prisma, la “compasión” sería la actitud de alguien que se encuentra bien y siente lástima hacia quien se halla en una situación difícil: puede incluso ayudarle, pero siempre “desde arriba” y sin otro tipo de compromiso. Es comprensible que, cuando se ha entendido así, se la haya descalificado.
Sin embargo, la auténtica compasión –tal como se habla de ella, por ejemplo, en el evangelio- no tiene nada que ver con esa caricatura.
Compasión significa ponerse con pasión en la piel del otro y al lado (a favor) de él. En los relatos evangélicos, se utiliza el verbo splagchnizómai, que significa “sentirse removido en las entrañas” (es decir, en lo más profundo) ante el sufrimiento. Tal conmoción lleva a una acción eficaz a favor de la persona dolorida o necesitada. No tiene, pues, nada de superficial ni de paternalista. El término pertenece más bien a la familia de la empatía y de la simpatía (de hecho, la “cum-passio” latina coincide con la “sym-patheia” griega). En todos esos casos, la referencia es clara: se trata del reconocimiento de nuestra identidad compartida.
Esa es la fuente de la compasión: la consciencia o comprensión de que todos somos uno, tal como se expresa en la llamada “Regla de oro”, presente en todas las tradiciones de sabiduría: “No hagas a los otros lo que no desearías que te hicieran a ti”; o “trata a los demás como desearías ser tratado por ellos”. Desde esa consciencia de identidad compartida, cae por tierra cualquier actitud paternalista: nos encontramos todos en el “territorio” común.
No es raro que la compasión pueda despertar al contacto con la propia vulnerabilidad, fragilidad o debilidad. Cuando acogemos toda esa parte de nuestra realidad desde una actitud humilde, es probable que emerja un sentimiento amoroso hacia nosotros mismos. Y que, a partir de él, seamos más sensibles al sufrimiento de todos los seres.
En cualquier caso, la compasión parece requerir una doble condición: por un lado, dejarnos afectar por lo que ocurre –es decir, tener una sensibilidad limpia, no bloqueada, y vibrante- y, por otro, desarrollar la capacidad de amar, que vive en todos nosotros: salir de los esquemas habituales del ego, que gira en torno a sí mismo, para vivir donde somos Amor, o mejor aún, en la pura consciencia de ser, donde nos reconocemos uno.


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